Es lunes. Apenas
comienza la mañana y la gente ya está fastidiada por el calor. La ciudad se
llena con el ruido de los carros, con los gritos de los vendedores, con el
traqueteo de las cortinas metálicas. En medio del caos, las personas se han
acostumbrado a no pensar, a caminar más rápido para evitar que el bus de lo
cotidiano los atropelle. Muchos han olvidado sus sueños, las ilusiones que
alguna vez albergaron, para adaptarse a las necesidades impuestas por la
supervivencia, por los compromisos diarios y las carreras. Otros intentan
sobrevivir a pesar de la amargura que los embarga. Esa desazón que les ha
quedado por renunciar a lo que alguna vez, pensaron ser. Todos, de una forma u
otra, se ven sometidos a la tiranía de la ciudad, a las vicisitudes que a
diario ésta les impone.
Un poco más de las ocho
de la mañana. Desde alguna de las esquinas marcadas por semáforos se escucha un
grito:
- ¡Cójanlooo!
Un hombre corre con un
bolso de mujer en la mano. Todas las miradas se enfocan en él y en la carrera
de varios hombres que lo persiguen. De la mitad del tumulto sale una pierna que
se atraviesa y lo hace rodar a lo largo de la acera. Los transeúntes que están
más cerca lo rodean de inmediato. Sin compasión, una lluvia de patadas empieza
a caer sobre el hombre que está tirado en el piso. Este sólo atina a
acurrucarse para resistir de manera estoica el castigo que sus jueces y
verdugos han decidido propinarle. Algunos de ellos festejan; muestran el placer
que les produce el dolor causado a su semejante. Lanzan voces y gritos de
aprobación frente a lo que consideran justo que suceda. Un joven de unos
veintiocho años se aleja lo más rápido posible para no continuar apreciando ese
espectáculo que le parece lastimoso y repugnante. En su fuero más íntimo se
duele de haber sido él quien atravesara la pierna.
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