sábado, 6 de junio de 2020

Nuestra anhelada “normalidad”



En Fundación de Isaac Asimov, Hary Seldon afirma que para cambiar la tendencia psicohistórica del mundo es preciso una gran inercia que detenga la tendencia en que se está viviendo. En este momento, en este mundo que al parecer no es el de la ciencia ficción, la pandemia del covid-19 podría representar esa inercia. A causa de dicha enfermedad se han paralizado muchos de los aspectos y dinámicas de la vida tal como la conocemos, es decir, tal como ha sido direccionada por las élites del mundo capitalista y de consumo. Para alguien que tenga un mínimo de raciocinio y pensamiento crítico, no es ajeno que en las últimas décadas (cuatro o cinco) hemos estado a merced de la voluntad de los gremios y las corporaciones que respaldan las plutocracias que nos gobiernan. Gracias a la publicidad y a los medios masivos de comunicación, los tentáculos principales de este poder tras bambalinas, nos ha sido inoculado el mayor nivel de estupidez y alienación del que tal vez haya sido víctima la humanidad a lo largo de su historia. Ni siquiera el pretexto de la religión fue tan eficaz durante la Edad Media como sí lo han sido la sirena del consumo y los medios para hacernos creer que hoy día no se puede vivir de una manera diferente a como las leyes del mercado lo dictan. Nos encontramos en un mundo configurado para la ostentación por parte de unos cuantos y para el constante anhelar de los muchos que viven en la incertidumbre generada por la amenaza latente de la pobreza y la miseria. Mientras las pantallas normalizan la idea de que nuestros ídolos de barro tienen todos los derechos del mundo, pues ellos “se la han luchado duro” nosotros, la masa, debemos contentarnos con mirarlos, aplaudirlos y servir como esclavos para que sus privilegios y sus mezquinos deseos se sigan cumpliendo. A cambio, debemos recibir, con mucho regocijo o con mucha resignación (dependiendo de la vía y el nivel de alienación), las migajas que se nos suministran cuando acudimos a los simulacros de la virtualidad, a nuestros gloriosos vitrineos por los centros comerciales, o cuando eufóricos, asistimos a los rituales de la gran religión del espectáculo.
Al inicio de la alarma pandémica, cuando el coronavirus ya había viajado por el mundo y cuando, gracias a la “imposibilidad” de cerrar las fronteras y los aeropuertos, este ya se había instalado en las principales ciudades de cada continente, los más optimistas, entre ellos yo, pensábamos que las sacudidas generadas por la enfermedad a nivel económico, político y de salubridad serían suficientes para propiciar un cambio de mentalidad en la gente. Pasado unos meses me aventuro a decir que el asunto no es como nos lo habíamos imaginado. Parece ser que la amenaza del contagio masivo no resulta suficiente para que la gran mayoría de los seres humanos asuma que es preciso cambiar de estilo de vida y así poder pensar en la conservación de nuestra especie sobre la faz del planeta. A veces pienso, que a mucha gente la ha excitado la idea de sentirse en una situación extrema; como si una descarga de adrenalina se hubiera disparado a nivel colectivo y nadie experimentara el más mínimo miedo de sentirse expuesto. Al inicio de la aparición del covid-19, gran parte de la gente, a pesar de las dificultades económicas y sociales que se sabía había que enfrentar, se notaba dispuesta a acatar las indicaciones dadas por algunos gobiernos para evitar al máximo la propagación del contagio. Eso auguraba la posibilidad de que la curva pandémica se aplanara y el asunto no nos tocara tan fuerte. Pero han pasado los días y con ello una especie de euforia suicida se ha apoderado de la gente. Una euforia que se traduce en el desborde de millares de personas en muchas partes del mundo deseando volver a las costumbres de siempre, a la “normalidad” tan nombrada a cada rato por comunicadores y gobernantes. La gente insiste en salir a la calle incum-pliendo las directrices dadas para la cuarentena sin siquiera importarle las multas que se acumulan como deudas que nunca serán pagadas; sin siquiera haber pensado una excusa creíble para esgrimir en el momento de ser  abordados por los periodistas o las autoridades; en grupo, salen a mercar para terminar armando las trifulcas de siempre; de manera furtiva asisten a marchas y cacerolazos convocados para protestar por diversos e insólitos motivos, a funerales masivos, a paseos, a fiestas clandestinas en casas, fincas o barcos que son alquilados o prestados para ello. Los empresarios por un lado presionan para que sean reactivados los diversos campos de la economía que van desde los considerados esenciales hasta los espectáculos musicales y deportivos. Por el otro; trabajadores, hinchas y fans los apoyan ansiosos de que se reactive su “circo”. Tanto a gente del común como a personajes de la farándula como a gobernantes se les ha visto y grabado en diversas situaciones, infringiendo las reglas que ellos mismos habían propuesto. Ante esta actitud que día con día es más reiterativa y desafiante con la vida misma, cabe preguntarse por las causas de fondo de tal comportamiento. ¿Cómo nos explicamos esto? ¿Por qué oculta razón la gente se muestra tan reacia a comprender que la circunstancia esencial es hacer todo lo posible para mantenernos a salvo, para darnos la posibilidad de seguir viviendo y poder disfrutar de la vida más adelante, con un poco más de seguridad y con más tiempo? ¿Acaso han sido tan efectivos los mecanismos y procesos ejecutados por el capitalismo y la sociedad de consumo que nuestra alienación nos ha convertido en seres tan insensatos empecinados únicamente en vivir el momento?
Como pasa con toda pregunta, para estas tampoco existen respuestas definitivas. Por ello, me aventuraré como ser humano, con todos mis sesgos y limitaciones, a intentar mis muy personales respuestas. Algunas teorías conspirativas hablan de una posible vacuna que desembocaría en la instalación de un chip en cada individuo de la población mundial con el fin de vigilar y controlar a cada sujeto. A pesar de los altos niveles de paranoia que en ocasiones manejo, esta idea me resulta hilarante. Creer esto es pensar que no estamos vigilados, que no somos un rebaño cuya autonomía ha sido anulada y cuyo pensamiento es direccionado para que respondamos a los estímulos de la sociedad de consumo en la que estamos inmersos. Habría que leer bien a Foucault para comprender cómo desde mucho antes de la mitad del siglo XX se había configurado una sociedad disciplinada basada en la vigilancia y el castigo. Las corporaciones no necesitan hacer algo que ya está hecho. Y evidencia de ello es la manera en que hemos respondido a la situación inédita en que nos encontramos, situación que amerita autocontrol por parte de cada uno de nosotros para no desembocar en los traumas psicológicos que al pasar de una supuesta libertad a una situación de encierro se generan. Desde esta perspectiva es preciso pensar en la manera en que para que no nos subordinemos y cumplamos a la vez el papel de consumidores al que se nos ha destinado (sostengo que la insubordinación de la sociedad civil en estos días es mera apariencia), las corporaciones han hecho un trabajo de convencimiento excelente por medio de las herramientas que muy cuidadosamente han diseñado gracias a la técnica, a la tecnología y a la ciencia. Somos el producto de un experimento socioeconómico y psicológico en el que se nos ha programado para obedecer creyendo muchas veces que desobedecemos o simplemente para seguir las reglas dictadas por el sistema sin que nos demos cuenta. Y lo peor es que tal obediencia ciega es la que en este momento nos está empujando hacia el precipicio al que tal vez los dueños del mundo, a los que nada importamos, nos están mandando sin que opongamos la más mínima resistencia. Nos programaron para el consumo, para el espectáculo, para trabajar de manera mecánica convencidos de una idea de productividad que solo es rentable para los dueños de las empresas. Esa programación, a mi modo de ver es la que explica en gran parte lo que en este punto de la pandemia está ocurriendo. El mundo productivista se mueve sobre la máxima “la economía no se puede parar”. Y somos nosotros quienes alimentamos la incesante máquina de ese mundo imparable; somos nosotros quienes cumplimos el doble papel de trabajadores y consumidores; los engranajes inicial y final del productivismo de la sociedad mercantilizada, y como todo engranaje, reemplazable cuando deje de funcionar. No son los dueños de las empresas los que quieren salir a la calle. Ellos se quedarán tranquilos en sus penthouse, en sus chalets, en sus casas de campo, mientras sus trabajadores y administradores (los engranajes) regresamos a la calle para desafiar de manera voluntaria la enfermedad y engordar las utilidades de sus cuentas.  
Este mundo pandémico está profundamente sometido desde hace décadas por las ideas productivista y consumista. Los medios de comunicación y la publicidad han adiestrado a cabalidad este rebaño. Hemos sido amaestrados tan efectivamente que, en este momento, hordas de hombres, mujeres y niños desean de manera ferviente la suspensión o la flexibilización de las medidas de confinamiento para volver a la “normalidad” del consumo y el espectáculo como si se regresara a una gran fiesta. En algunas partes del mundo, tal deseo de la población ya se está convirtiendo en exigencia y muchos dirigentes, que seguro se lavarán las manos ante la historia, usarán este deseo y estas presiones del pueblo para pagarle a los dueños de las corporaciones el favor de haberlos puesto en sus escaños políticos. Visto así, los medios jugarán su papel con mayor facilidad, mostrando cómo los ciudadanos del mundo, los engranajes desechables del sistema, están pidiendo por ellos mismos ser enviados al matadero. Todo está funcionando al dedillo para quienes, aunque tal vez no lo planearon, buscarán sacarle provecho a esta situación por ser los dueños no solo los poderes económico y político sino también de la voluntad de la gente. El nivel de enajenación al que nos sometieron usando los mecanismos del consumo promovidos por el neoliberalismo es tal vez la razón más fuerte de nuestra muy cercana perdición. Es tal el grado de obnubilación de nuestra sociedad que, a pesar de que de forma demagógica algunos líderes anuncian la necesidad de empezar a vivir de otra manera, la gran mayoría no entiende eso y reclama una vuelta rápida a la tan anhelada “normalidad”. Los medios, la publicidad y sus agentes están jugando su papel, impidiendo la caída del discurso de las compras, de la farándula y el espectáculo deportivo. No se juega futbol, pero hay transmisión de partidos ya jugados, no hay conciertos en los escenarios, pero los cantantes y sus managers no dejan de anunciar videoclips y canciones de estreno, los anuncios impiden pensar a la gente, evitando que las personas hagan ejercicios de introspección para buscarse a sí mismos, o al menos piensen en visitar el campo para reconectarse con la naturaleza. Juegan su papel de siempre, manteniendo viva la ansiedad del consumo y los viciados deseos que al capitalismo le sirven. Con un buen discurso demagógico, hablan de un cambio de vida para superar la pandemia, pero azotan el subconsciente del ser humano con la publicidad de productos en rebaja y las diversas formas de adquirirlos para mantener vivo el comercio. Frente a este poderoso artilugio con el que nos han disparado desde hace años, no existe una posibilidad de reacción eficaz y rápida por parte del individuo alelado y sin capacidad crítica. Estamos a merced de lo que los dueños de este monstruoso mecanismo quieran hacer con nosotros, y lo que a ellos solo les interesa (de eso podemos estar seguros) es que sigamos siendo las piezas sacrificables de este sistema.     
Me pregunto ¿Dónde parará todo esto? Creo; en la verdadera gran inercia, según lo planteado por Hary Seldon, pero ya no para un mundo de ciencia ficción sino para este en que vivimos y que parece, aunque de pesadilla, ser el real. No me interesa posar de profeta nihilista ni de futurólogo apocalíptico; pero lo que analizo a partir de la actitud de la gente en este contexto de pandemia no me deja pensar sino en la hecatombe que muchos conspirólogos auguran cuando afirman que este virus ha sido creado para acabar con más de la mitad de la población mundial. Al parecer, la amenaza no basta para que una masa alienada realice la catarsis que genere el cambio como solía ocurrir con los espectadores de la antigua tragedia griega. El nivel de sadomasoquismo al que hemos sido llevados en la actualidad es tal, que, al parecer, necesitaremos experimentar el sacrificio en carne propia (ver sangre) para podernos concienciar. En realidad, muy en contra de lo que dicen los gobiernos y sus dueños, quienes han acallado las voces de algunos científicos que han querido actuar con honestidad, pienso que todavía el mundo no está preparado para retomar sus dinámicas de por si lesivas, pues el virus, con el que ya nos advirtieron que tendríamos que convivir, está latente, vivito y coronando. Un porcentaje muy mínimo de la gente en el mundo es disciplinado y sabe seguir reglas de manera puntual y sostenida. Entre ellos estará gran parte de quienes se salven. El resto, millonadas, es propenso a eso que ahora llaman indisciplina social, cuyas causas principales radican tanto en la falta de formación como en la carencia de recursos económicos llamada coloquialmente necesidad. Dos factores que tienen severas consecuencias en la conducta de la gente que ante lo que le parece absurdo, reacciona con la violencia más primaria que el ser humano pueda expresar y que se traduce, casi siempre, en el desconocimiento de cualquier autoridad. Esta indisciplina social, innegablemente, contribuirá para que se dé esa gran fatalidad que, de manera paradójica, podría conducirnos desde el más profundo fondo de la crisis por ella ocasionada, hasta la toma de consciencia necesaria para que quienes sobrevivan se propongan asumir la existencia de otra manera, buscando, quizá, como estirpe condenada, tener sobre la faz de la Tierra una segunda oportunidad.    

Jesús David Buelvas Pedroza