miércoles, 6 de enero de 2021

El efecto influencer*

 


La fórmula Marketing/Mundo Digital resulta muy peligrosa a causa de los endriagos que produce. Algo que, al parecer, desde el momento en que estas dos variables del mundo contemporáneo se confabularon y en lo continuo, no dejarán de hacer. El futuro es una entelequia y como tal hay que dejarlo en su lugar. Si nos asomamos a él, lo preferible sería hacerlo en compañía de un buen novelista de anticipación para disfrutar a fondo lo que una imaginación cultivada pueda brindarnos. Pero al hablar del presente, este instante permanente en que vivimos, sí resulta conveniente anali- zarlo a fondo para desentrañar, en lo posible, los sentidos que comporta esa complejidad que lo caracteriza sobre todo cuando se trata de las dinámicas de las relaciones humanas. Es innegable que este mundo atolondradamente urbanizado, en el que hemos confluido los hombres de este tiempo, está determinado por la influencia de la red y las posibilidades que esta, en cuanto a dinámicas de interacción entre las personas, ha traído consigo. Gracias a la internet y a los gurús tecnocráticos que la han convertido en un espacio de convivencia, las redes sociales son un fenómeno determi- nante en el desarrollo de la personalidad y en la orientación de los comportamientos comunicacionales de la gran cantidad de personas que, en este mundo cognoscible, desde hace algo más de dos décadas, han estado en relación directa con ellas.

Desde el empoderamiento de la burguesía, el mundo ha pertenecido a los gremios y a las corporaciones. Estos vieron en la prensa, la radio y la televisión una vía muy efectiva para influenciar en la voluntad de quienes desde entonces y hasta hoy, son conocidos bajo la nominación despersona- lizante de “consumidores”. Analizar la relación mercado-medios- consumidor es importante para comprender la base que fundamenta el mundo capitalista en el cual quienes tienen la batuta, a pesar de la aparente democratización de los recursos y de los mecanismos facilitadores de las relaciones humanas, han hecho lo posible por seguir siendo los dueños únicos a la cabeza del sistema. Y para ello, valiéndose del refinamiento de las herramientas y los procedimientos promocionales, han llegado al punto de apropiarse de todos los estamentos de poder de la sociedad como también de la voluntad de la mayoría de sus integrantes. Es por esto que su visión economicista, cuya mejor expresión ha sido el Marketing, no podía quedarse rezagada y sin camuflarse, a la mejor manera del camaleón, con las nuevas diosas, nacidas gracias al imperativo tecnocrático y traídas al mundo por los creadores y los promotores de lo que hoy de manera llana conocemos como tecnologías informáticas. Las redes sociales, con cada una de sus posibilidades surgidas gracias a la infinidad de aplicaciones creadas para los aparatos que hoy día se convierte en las puertas de esa mutada, pero igual de peligrosa caverna platónica, han permitido a los señores del capital crear nuevos engendros para afianzar ese trabajo de enajenación ya iniciado con éxito gracias a las refinadas trampas de la publicidad en anteriores décadas.

Han sido varias las estrategias desarrolladas por los señores del marketing al servicio de los dueños del sistema. Cada una de ellas tiene una forma de impacto especial en el consumidor quien resulta asaeteado constantemente por imágenes, sonidos y juegos de colores que influyen en su voluntad cada vez que, para satisfacer las necesidades que le han sido creadas en la era del mercado y la informática, se conecta. Estas estrategias evolucionan de acuerdo con los intereses y el grado de efectividad que se precisa de ellas. De los simples anuncios o avisos que atacan al cibernauta desde algún punto de la pantalla, los cuales pueden ser desapa- recidos temporalmente cerrando la pestaña en que se presentan, se ha pasado a otros más avasallantes como los insertados en los videos de los influenciadores, estas nuevas figuras farandulescas que han aparecido como una novedosa posibilidad de entretenimiento. El influenciador, un nuevo espécimen de la farándula que además de consagrarse como el culmen del humorismo heredado por la sociedad postmoderna, obtiene ganancias permitiendo que su imagen o sus vídeos sean espacios para la promoción de servicios y productos que supuestamente satisfacen los deseos de ese individuo que frente a la pantalla, gracias a las herramientas con que la informática ha cohesionado el confort de la estadía en casa con los servicios del mercado y la banca, consume contendidos y adquiere objetos, en su mayoría innecesarios, pero que por alguna razón siente que debe aprovechar cuando, con toda las “ventajas” de la promoción, son puestos en venta.

Esas estrategias y mecanismos, incluyendo a los personajes usados para su ejecución, en la actualidad son prioridad para la sociedad capitalista pues gracias a este conjunto de herramientas puede mantener intacta la verticalidad de las relaciones que la sostienen. Esta circunstancia da pie a la existencia de los endriagos que con el paso del tiempo se hacen necesarios en un sistema que sabe muy bien cómo manipular los intereses de los individuos que, gracias a las dinámicas de explotación laboral y de consumo de productos por ellos mismos elaborados, lo mantienen. Dichos endriagos o fantasmas juegan un papel muy importante al ser utilizados para, además de alivianar la verticalidad del sistema generando una falsa atmósfera de horizontalidad, crear gustos e inclinaciones con los cuales los individuos se han de identificar, así como también servir de modelos que representen esos gustos e intereses ante una multitud de “seguidores” que a la vez son consumidores de contenidos mediáticos e internáuticos. Esta sociedad capitalista ha creado para cada época sus propios personajes, sus propios fantasmas, sus propios endriagos. Y existe algo muy notable en relación con estos; en la medida en que avanza el tiempo, esos personajes parecen ir en línea recta apuntando hacia el fondo de la decadencia.

Es probable que no hayamos tocado fondo todavía, pero con el influenciador, la figura chic de este tiempo, podríamos casi asegurar que ya estamos cerca. Sus antecesores, al menos desde una moralidad de época, mantenían un aire de respetabilidad que los asemejaba, con algo de verosimilitud, a personajes arquetípicos. Este rasgo generaba una disposición especial que invitaba a verlos como seres dignos de ser aclamados por cantidades de personas que declaraban gustosas ser sus admiradores. El influenciador por su parte es alguien que rara vez inspira admiración o respeto. Este personaje, propio de una época caracterizada por una profunda crisis de valores, empieza por irrespetarse a sí mismo con el propósito de ser visto por los demás sin tener en cuenta que lo que hace, además de convertirlo en motivo de burla o censura, lo cosifica, es decir, también lo convierte en objeto. Esto le importa muy poco a este representante del narcisismo vacío pues lo importante para él es que sus redes sociales se llenen de vistas, de reacciones y de comentarios que, aunque sean insultos o reproches, viralicen su vídeo. El influenciador no tiene admiradores; solo se admira a una persona que demuestra de manera coherente tener cualidades superiores a las del resto de los mortales. Se admira al héroe y el influenciador está muy lejos de serlo. Su cercanía con el bufón lo desmitologiza hasta el punto de proyectarlo como un espécimen vulnerable, desprovisto de rasgos que lo dignifiquen y mucho menos dignifiquen lo que hace. El influenciador, en tal situación no puede aspirar a tener admiradores y debe contentarse con un público a su medida; un público que responde de manera reactiva a los sinsentidos que, con sus acciones, protagoniza; un público rebajado a la categoría de seguidores.  

Es claro que, con sus características, el influenciador no puede aspirar (parece seriamente no estar interesado en ello) a la trascendencia como sí podían hacerlo los semidioses, los héroes y hasta algunas de las estrellas del mundo del espectáculo. Gracias a su desinterés por conquistar lo eterno, el influenciador se constituye en una figura más de las que, en las décadas recientes, han representado a esta sociedad en la cual las taras postmodernas nos han dispuesto para la excitación constante en que vivimos. A punta de una banalidad morbosa que en todos lados es promovida se nos ha sometido al imperio de los sentidos, haciéndonos adoradores de lo rápido, de lo poco profundo, de lo pasajero y de lo vacuo. El influenciador parece ser la figura culmen de esta sociedad; con su forma de actuar siempre al borde del libertinaje, con su interés en lucir siempre llamativo para sus seguidores, con su intento de conseguir a costa de lo que sea que estos reaccionen, con sus expresiones desobligantes en contra de algunos valores que aun en este tiempo podrían ser importantes, demuestra que lo que menos le interesa es arar un terreno para el futuro; la vida es ahora y el presente es lo que le importa, y en esa medida sus seguidores también han de ser adoradores de lo efímero. De esta manera, el influenciador vive la vida loca; promulga una existencia sin nada que aparentemente lo limite; muestra vivir sin barreras de respeto por sí mismo y mucho menos o nada de respeto por los otros. De esta misma forma, invita con sus actos y con su actitud aparentemente desafiante, a vivir a sus seguidores; disfrutando como sea y sin medida alguna el instante.

La depreciación que ha sufrido lo serio al ser relacionado con el aburrimiento constituye el caldo de cultivo propicio para el supuesto éxito del influenciador. Éxito que tan solo ratifica el triunfo del sistema en que vivimos sobre cualquier posibilidad de toma de consciencia por parte de los individuos. El influenciador les gana a todas las demás figuras de la farándula al convertirse en el máximo exponente de la constante búsqueda del entretenimiento por el entretenimiento; búsqueda a que ha sido condenada la mayoría de la población que vive pegada a las pantallas. El humorismo del influenciador carece de límites y por eso es supremamente avasallante pues es perseguido tanto por los que con él se divierten como por aquellos a quienes les genera el sentimiento más irracional de todos los existentes; la rabia. Al observar detenidamente el comportamiento de las personas en las redes, da la impresión de que los segundos, sus perseguidores, son más atraídos por el influenciador que los primeros, sus seguidores. En las redes sociales, la fórmula de las interacciones no diferencia entre positividad y negatividad y parece ser que las reacciones generadas por las emociones negativas son las que más impulsan el algoritmo y la visibilidad del influenciador. Sus perseguidores reaccionan y comentan de manera encarnizada. Al darse cuenta de esto, él actúa astutamente y organiza sus contenidos para que sus perseguidores estén atentos y lo ayuden con sus insultos y reacciones negativas a impulsar sus videos y a popularizarse. Con este factor a su favor, es decir, usando la fuerza de sus oponentes como un buen combatiente de artes marciales, el influenciador se ubica en el primer lugar del podio de las figuras de este tiempo, ganándole por partida doble a los chismosos de la farándula, a los deportistas, a los cantantes y a los modelos.

Está claro entonces que no es el influenciador quien triunfa en este sistema que nos vende una idea muy particular de éxito, utilizando al influenciador como en su momento utilizó a cada uno de los endriagos que lo antecedieron. Los triunfadores son los dueños mismos del sistema quienes han sabido jugar una vez más utilizando sus mecanismos para crear un nuevo y peligroso objeto de entretenimiento; una figura con la que pueden jugar a la romantización del paladín salido de la pobreza gracias a su “voluntad” e “inteligencia” para aprovechar las herramientas tecnológicas y, claro está, “el don” que, según sus seguidores, solo él tiene, y que, según estos también, quienes analizamos la cuestión desde una orilla crítica, envidiamos profundamente. Entre otros aspectos los dueños del sistema usan esta figura para atizar el caos que tanto les conviene pues el influenciador es utilizado para mostrarle a los seguidores que las reglas siguen existiendo para romperse y que, si se tiene fama, como los demás personajes de la fauna del entretenimiento, esto no tendrá mayor efecto. Con salir en los medios disculpándose y mostrando arrepentimiento es suficiente. Esto, incluso, ayuda a aumentar el reconocimiento. En esta medida el influenciador ha ido más lejos que sus antecesores pues es la muestra perfecta de que cualquier ser humano por más común y corriente, puede acceder al éxito que todo el mundo cree que se merece y que hoy día es horizontalizado, como en algún tiempo lo hicieron los tabloides amarillistas, por las redes sociales las cuales constituyen la puerta de acceso a la posibilidad de la viralización de la imagen, idea con la que hoy día tanto nos seducen y nos entretienen.

Los dueños del sistema siguen triunfando al coptar la voluntad de las mayorías y en el fenómeno del influenciador han encontrado una de las maneras más efectivas de todos los tiempos. Este individuo común y corriente venido a más gracias a una herramienta que tenemos a la mano se convierte en la mejor invitación para que todos lo intentemos. Es difícil creer que la gran parte de los millones de ciudadanos del mundo, integrados al sistema por medio de la internet, no tengan al menos un perfil en una red social. Existen personas que han creado perfiles en todas o en la mayoría de las existentes. A lo largo del día invierten tiempo colgando fotos, vídeos y estados para generar reacciones en los otros, esperando en algún momento que su publicación se viralice. A este tiempo se le suma el tiempo de recorrido por la bandeja de inicio de cada red revisando lo que postean sus contactos, entreteniéndose con los comentarios de publicaciones que les interesan, comentando o respondiendo y dando sus respectivas reacciones mientras esperan a que se activen sus notificaciones anunciándoles el gran momento. La mayoría de ellas no están informadas acerca de cómo funcionan en realidad las redes y todo lo que quienes conocen su andamiaje hacen para que ocurra la epifanía de la estrella influenciadora que estará vigente por algún tiempo. Pero es este desconocimiento, azuzado por la necesidad de ser vistos que se nos ha enraizado gracias al narcisismo postmoderno e incitado hasta la excitación neurótica a causa del “éxito” que otros consiguen recurriendo a eventos extremos e incluso patéticos lo que en parte nos hace insistir, invirtiendo el tiempo que podríamos aprovechar para estar con los otros, para acercarnos a la naturaleza o para disfrutar de esa soledad íntima a la que tanto le tememos, en una persecución ansiosa de lo que el sistema ha querido que creamos que en realidad es la vida y que ahora entraña una idea falaz muy bien reforzada gracias a la aparición del influenciador y su efecto.   


                                                            Jesús David Buelvas Pedroza 

*La palabra "influencer" es usada solo en el título por efectos comunicativos. En el resto del texto se usa su equivalente en castellano "influenciador".