sábado, 6 de enero de 2018

La metaforización de lo transitorio


En una de las líneas con las que se teje el entramado poético de “Metáfora de la ausencia”, el poeta anuncia “Yo vivo de saber que nos asiste lo fugaz”. Este enunciado, casi de nivel aforemático, sumado a otros tópicos y constantes de este maduro poemario, me hace pensar nuevamente en la gemelidad existente entre poesía y filosofía. Son varios los estudios y líneas dedicadas a este parentesco, aunque poetas y filósofos se resistan a aceptarlo, negándose a reconocer que sus preocupaciones estéticas y reflexivas tienen un numen común. A pesar de estos intencionales distanciamientos, conceptuales por un lado, e imaginativos por otro, las dos hermanas se buscan y se terminan encontrando bajo la parentela unívoca del lenguaje que les sirve para tomar cuerpo; tal como ocurre en el decurso poético del séptimo libro de Ricardo Vergara.
En el capítulo inicial de “Del sentimiento trágico de la vida”, Unamuno hace una acotación en la que recalca la gemelidad entre poeta y filósofo, apuntando a la casi mismidad de estos dos oficios. Esta acotación del intelectual español y los elementos encontrados en la lectura detenida de “Metáfora de la ausencia” me sirven de soporte para las ideas que expondré a continuación y que se desarrollan en torno a mi convicción de que en este poemario se prefigura una poética metafísica (tal vez la metáfora sea otra forma de la metafísica o viceversa) en el orden de lo heraclitiano. Es probable que el poemario vaya más allá, pues la poesía en su plurisignificatividad siempre rebasa los límites de cualquier interpretación. Pero desde mi cosmovisión como lector limitado por los enfoques desde los que intelectualmente me muevo, disfruto hallar en este libro resonancias profundas y conmovedoras que conversan con los enunciados y reflexiones con los que el Oscuro se hizo digno de ser recordado.
Uno de los tópicos más conocidos del pensamiento heraclitiano es el que atañe al devenir; la concepción de que todo lo existente está en constante movimiento. Esta idea de las aguas trashumantes es palpable a lo largo del río de palabras que le sirven a Vergara para sumergirnos en imágenes alusivas a la ausencia que se convierte en el eje central de su libro. En la corriente verbal del poemario aparecen de manera recurrente imágenes y alusiones que nos recalcan las improntas ineludibles del tiempo, y frente a este, el peso existencial de sabernos efímeros a pesar de nuestra constante pero frustrada aspiración a lo eterno. El ritmo de este poemario se consigue gracias a la idea fija de que nuestra transitoriedad es parte inherente de nuestra conciencia y que por ello vivimos en la dicotomía de una aspiración irrealizable. Dicho ritmo es una melodía que resuena en el estático revoloteo del colibrí, en el silencioso aleteo de la mariposa, en la existencia pasajera de la flor, en el meloso zumbido de la abeja o en la fantasmal aparición de la muchacha que en el poema “Presencia y fuga” nos incita a brindar por ella.
La fuerza poética con la que en “Metáfora de la ausencia” se toca el tópico de lo pasajero; de todo lo que cambia y se diluye en y con el tiempo, lleva al lector de este libro a indagar en relación con otro de los elementos centrales de la dialéctica heraclitiana; la presencia dinamizadora del fuego. En Heráclito el fuego es una metáfora necesaria para aludir a la fuerza que impulsa el movimiento. Y si leemos bien, en el poemario en cuestión nos encontramos versos como indicamos el fuego cuando anunciamos la flor (en “El sueño de otra continuidad”, página 12), y el hollar en lo impreciso de un ardor que dura el tiempo de la vida (en “Destino”, página 14) o no es más el ardor de lo que transcurre (En “Razones y existencias”, página 28), líneas suficientes para confirmar que la conciencia heraclitiana del fuego también nos habla a través de la voz poética empleada por Vergara para la enunciación de sus poemas. El fuego de Heráclito, concebido como energía impulsadora del cambio, se manifiesta en “Metáfora de la ausencia” por medio de marcas textuales que evocan tanto lo que es como lo que provoca. Para evidenciar esto, bastaría revisar poemas como “El sembrador de luces”, “Nosotros” o “A una mujer de veinte años” en los que el fuego se manifiesta como presencia que ilumina, que resplandece, que quema al enfrentarse e intentar desvanecer las sombras.
Esta segunda forma en la que el fuego aparece en el poemario de Vergara, invita a pensar en el tercer tópico de la filosofía de Heráclito. Devenir y fuego no pueden concebirse, en este contexto,  desvinculados de esa otra idea con la que nuestro presocrático dinamiza su ontología al afirmar que “el combate es de todas las cosas el padre y de todas el rey”. Es bien sabido que esta lucha anunciada por el Oscuro da pie para pensar por primera vez en la dialéctica como tal. Ese enfrentamiento constante a partir del cual la realidad y nosotros con ella, nos hemos configurado tanto en la alteridad como en la unicidad, también aparece en este libro del poeta sucreño.
Tal lucha de contrarios empieza a prefigurarse desde la actitud misma del poeta. Este  pretende perennizar con la palabra lo que ya está destinado a desvanecerse y convertirse en ausencia. Es el poeta mismo –al igual que el filósofo– quien pretende cumplir el papel de eternizador de la realidad acudiendo para ello a lo más concreto y abstracto que existe; el lenguaje. Gracias a este elemento de naturaleza tan ambigua (la lucha ya está en él), el poeta logra configurar poemas como “Lo más alto”, “Inocente” o “Contemporaneidad”. Son estos tres poemas, entre otros, los que más evidencian la preocupación de la voz poética por la búsqueda del equilibrio que toda confrontación de contrarios implica. El arriba o el abajo, el vuelo o la caída, lo complejo o lo sencillo, la civilización o la naturaleza son algunas de las confrontaciones que podemos apreciar en este libro en el que como ya he dicho se apunta a la configuración poética de una metafísica, usando como recurso el lenguaje, que es en sí, y a la vez, la más amplia y elusiva de las metáforas.
Es probable que otros lectores encuentren en “Metáfora de la ausencia” otros aspectos en el orden de la conmoción poética y estética, pero yo me siento satisfecho con esta lectura que el libro de Vergara me permite. Pienso que cuando un poeta revive, a través de su poesía, las voces de los antiguos, nos confirma que la escritura desde cualquier ámbito, es una sola gran conversación. En esta plática totalizante quienes, con paciencia y trabajo, hilan delgado, siempre hacen un aporte importante en el plano de la revelación que nos invita a seguir conversando. En este diálogo de todos los tiempos, el poemario del que hablo hace su aporte, tal vez reafirmando lo que Aristóteles dijo en alguna de las líneas de su “Poética” cuando empoderó la metáfora como camino para llegar al conocimiento. Eso veo en este libro que ha llegado a mis manos y que he leído con gusto, no sin los resquemores del lector crítico que siempre tengo pegado al pie de mi oreja. Pero a dicho crítico le he comentado que ya conversaré con el poeta sobre los versos e imágenes que yo repensaría; que por ahora me permita escribir sobre el placer estético que me produjo encontrar rediviva la voz heraclitiana en estos versos.  
Siempre he pensado que ningún libro queda terminado del todo, y que la publicación es una forma de deshacernos de ese tormento generado por la sana manía correctora que en algún punto del camino se nos pega. A pesar de esto, hay un momento en que el libro llega al punto de querer conversar con los lectores, quienes darán luz al hecho poético (lo dijo Borges en uno de sus prólogos). Y para mí “Metáfora de la ausencia” llegó a un muy buen punto. No nos queda sino leer este poemario y seguir conversando por medio de él con el autor y con las diversas interpretaciones que desde sus versos nos convoquen. 
                                                                                                     Jesús David Buelvas Pedroza