En una de las líneas con las que se
teje el entramado poético de “Metáfora de la ausencia”, el poeta anuncia “Yo
vivo de saber que nos asiste lo fugaz”. Este enunciado, casi de nivel
aforemático, sumado a otros tópicos y constantes de este maduro poemario, me
hace pensar nuevamente en la gemelidad existente entre poesía y filosofía. Son varios
los estudios y líneas dedicadas a este parentesco, aunque poetas y filósofos se
resistan a aceptarlo, negándose a reconocer que sus preocupaciones estéticas y
reflexivas tienen un numen común. A pesar de estos intencionales
distanciamientos, conceptuales por un lado, e imaginativos por otro, las dos
hermanas se buscan y se terminan encontrando bajo la parentela unívoca del
lenguaje que les sirve para tomar cuerpo; tal como ocurre en el decurso poético
del séptimo libro de Ricardo Vergara.
En el capítulo inicial de “Del
sentimiento trágico de la vida”, Unamuno hace una acotación en la que recalca
la gemelidad entre poeta y filósofo, apuntando a la casi mismidad de estos dos
oficios. Esta acotación del intelectual español y los elementos encontrados en
la lectura detenida de “Metáfora de la ausencia” me sirven de soporte para las
ideas que expondré a continuación y que se desarrollan en torno a mi convicción
de que en este poemario se prefigura una poética metafísica (tal vez la
metáfora sea otra forma de la metafísica o viceversa) en el orden de lo
heraclitiano. Es probable que el poemario vaya más allá, pues la poesía en su
plurisignificatividad siempre rebasa los límites de cualquier interpretación.
Pero desde mi cosmovisión como lector limitado por los enfoques desde los que
intelectualmente me muevo, disfruto hallar en este libro resonancias profundas
y conmovedoras que conversan con los enunciados y reflexiones con los que el
Oscuro se hizo digno de ser recordado.
Uno de los tópicos más conocidos del
pensamiento heraclitiano es el que atañe al devenir; la concepción de que todo
lo existente está en constante movimiento. Esta idea de las aguas trashumantes
es palpable a lo largo del río de palabras que le sirven a Vergara para
sumergirnos en imágenes alusivas a la ausencia que se convierte en el eje
central de su libro. En la corriente verbal del poemario aparecen de manera
recurrente imágenes y alusiones que nos recalcan las improntas ineludibles del
tiempo, y frente a este, el peso existencial de sabernos efímeros a pesar de
nuestra constante pero frustrada aspiración a lo eterno. El ritmo de este
poemario se consigue gracias a la idea fija de que nuestra transitoriedad es
parte inherente de nuestra conciencia y que por ello vivimos en la dicotomía de
una aspiración irrealizable. Dicho ritmo es una melodía que resuena en el estático
revoloteo del colibrí, en el silencioso aleteo de la mariposa, en la existencia
pasajera de la flor, en el meloso zumbido de la abeja o en la fantasmal
aparición de la muchacha que en el poema “Presencia y fuga” nos incita a
brindar por ella.
La fuerza poética con la que en
“Metáfora de la ausencia” se toca el tópico de lo pasajero; de todo lo que
cambia y se diluye en y con el tiempo, lleva al lector de este libro a indagar
en relación con otro de los elementos centrales de la dialéctica heraclitiana;
la presencia dinamizadora del fuego. En Heráclito el fuego es una metáfora
necesaria para aludir a la fuerza que impulsa el movimiento. Y si leemos bien,
en el poemario en cuestión nos encontramos versos como indicamos el fuego cuando anunciamos la flor (en “El sueño de otra
continuidad”, página 12), y el hollar en
lo impreciso de un ardor que dura el tiempo de la vida (en “Destino”,
página 14) o no es más el ardor de lo que
transcurre (En “Razones y
existencias”, página 28), líneas suficientes para confirmar que la conciencia
heraclitiana del fuego también nos habla a través de la voz poética empleada
por Vergara para la enunciación de sus poemas. El fuego de Heráclito, concebido
como energía impulsadora del cambio, se manifiesta en “Metáfora de la ausencia”
por medio de marcas textuales que evocan tanto lo que es como lo que provoca.
Para evidenciar esto, bastaría revisar poemas como “El sembrador de luces”,
“Nosotros” o “A una mujer de veinte años” en los que el fuego se manifiesta
como presencia que ilumina, que resplandece, que quema al enfrentarse e
intentar desvanecer las sombras.
Esta segunda forma en la que el fuego
aparece en el poemario de Vergara, invita a pensar en el tercer tópico de la
filosofía de Heráclito. Devenir y fuego no pueden concebirse, en este contexto, desvinculados de esa otra idea con la que
nuestro presocrático dinamiza su ontología al afirmar que “el combate es de todas las cosas el padre y de todas el rey”. Es
bien sabido que esta lucha anunciada por el Oscuro da pie para pensar por
primera vez en la dialéctica como tal. Ese enfrentamiento constante a partir
del cual la realidad y nosotros con ella, nos hemos configurado tanto en la
alteridad como en la unicidad, también aparece en este libro del poeta sucreño.
Tal lucha de contrarios empieza a
prefigurarse desde la actitud misma del poeta. Este pretende perennizar con la palabra lo que ya
está destinado a desvanecerse y convertirse en ausencia. Es el poeta mismo –al
igual que el filósofo– quien pretende cumplir el papel de eternizador de la
realidad acudiendo para ello a lo más concreto y abstracto que existe; el
lenguaje. Gracias a este elemento de naturaleza tan ambigua (la lucha ya está
en él), el poeta logra configurar poemas como “Lo más alto”, “Inocente” o
“Contemporaneidad”. Son estos tres poemas, entre otros, los que más evidencian
la preocupación de la voz poética por la búsqueda del equilibrio que toda
confrontación de contrarios implica. El arriba o el abajo, el vuelo o la caída,
lo complejo o lo sencillo, la civilización o la naturaleza son algunas de las
confrontaciones que podemos apreciar en este libro en el que como ya he dicho se
apunta a la configuración poética de una metafísica, usando como recurso el
lenguaje, que es en sí, y a la vez, la más amplia y elusiva de las metáforas.
Es probable que otros lectores
encuentren en “Metáfora de la ausencia” otros aspectos en el orden de la
conmoción poética y estética, pero yo me siento satisfecho con esta lectura que
el libro de Vergara me permite. Pienso que cuando un poeta revive, a través de
su poesía, las voces de los antiguos, nos confirma que la escritura desde
cualquier ámbito, es una sola gran conversación. En esta plática totalizante quienes,
con paciencia y trabajo, hilan delgado, siempre hacen un aporte importante en
el plano de la revelación que nos invita a seguir conversando. En este diálogo de
todos los tiempos, el poemario del que hablo hace su aporte, tal vez
reafirmando lo que Aristóteles dijo en alguna de las líneas de su “Poética”
cuando empoderó la metáfora como camino para llegar al conocimiento. Eso veo en
este libro que ha llegado a mis manos y que he leído con gusto, no sin los
resquemores del lector crítico que siempre tengo pegado al pie de mi oreja. Pero
a dicho crítico le he comentado que ya conversaré con el poeta sobre los versos
e imágenes que yo repensaría; que por ahora me permita escribir sobre el placer
estético que me produjo encontrar rediviva la voz heraclitiana en estos versos.
Siempre he pensado que ningún libro
queda terminado del todo, y que la publicación es una forma de deshacernos de
ese tormento generado por la sana manía correctora que en algún punto del
camino se nos pega. A pesar de esto, hay un momento en que el libro llega al
punto de querer conversar con los lectores, quienes darán luz al hecho poético
(lo dijo Borges en uno de sus prólogos). Y para mí “Metáfora de la ausencia”
llegó a un muy buen punto. No nos queda sino leer este poemario y seguir
conversando por medio de él con el autor y con las diversas interpretaciones
que desde sus versos nos convoquen.
Jesús David Buelvas Pedroza
Este es un maravilloso espacio para ver el mundo detrás del poema, el mundo del lector que se hace en el poema cuando el poeta deja de ser él para ser todos.
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