La fórmula Marketing/Mundo Digital resulta muy peligrosa a causa de los endriagos que produce. Algo que, al parecer, desde el momento en que estas dos variables del mundo contemporáneo se confabularon y en lo continuo, no dejarán de hacer. El futuro es una entelequia y como tal hay que dejarlo en su lugar. Si nos asomamos a él, lo preferible sería hacerlo en compañía de un buen novelista de anticipación para disfrutar a fondo lo que una imaginación cultivada pueda brindarnos. Pero al hablar del presente, este instante permanente en que vivimos, sí resulta conveniente anali- zarlo a fondo para desentrañar, en lo posible, los sentidos que comporta esa complejidad que lo caracteriza sobre todo cuando se trata de las dinámicas de las relaciones humanas. Es innegable que este mundo atolondradamente urbanizado, en el que hemos confluido los hombres de este tiempo, está determinado por la influencia de la red y las posibilidades que esta, en cuanto a dinámicas de interacción entre las personas, ha traído consigo. Gracias a la internet y a los gurús tecnocráticos que la han convertido en un espacio de convivencia, las redes sociales son un fenómeno determi- nante en el desarrollo de la personalidad y en la orientación de los comportamientos comunicacionales de la gran cantidad de personas que, en este mundo cognoscible, desde hace algo más de dos décadas, han estado en relación directa con ellas.
Desde el empoderamiento de la burguesía,
el mundo ha pertenecido a los gremios y a las corporaciones. Estos vieron en la
prensa, la radio y la televisión una vía muy efectiva para influenciar en la
voluntad de quienes desde entonces y hasta hoy, son conocidos bajo la
nominación despersona- lizante de “consumidores”. Analizar la relación mercado-medios-
consumidor es importante para comprender la base que fundamenta el mundo capitalista
en el cual quienes tienen la batuta, a pesar de la aparente democratización de los
recursos y de los mecanismos facilitadores de las relaciones humanas, han hecho
lo posible por seguir siendo los dueños únicos a la cabeza del sistema. Y para
ello, valiéndose del refinamiento de las herramientas y los procedimientos
promocionales, han llegado al punto de apropiarse de todos los estamentos de poder
de la sociedad como también de la voluntad de la mayoría de sus integrantes. Es
por esto que su visión economicista, cuya mejor expresión ha sido el Marketing,
no podía quedarse rezagada y sin camuflarse, a la mejor manera del camaleón, con
las nuevas diosas, nacidas gracias al imperativo tecnocrático y traídas al
mundo por los creadores y los promotores de lo que hoy de manera llana conocemos
como tecnologías informáticas. Las redes sociales, con cada una de sus posibilidades
surgidas gracias a la infinidad de aplicaciones creadas para los aparatos que
hoy día se convierte en las puertas de esa mutada, pero igual de peligrosa caverna
platónica, han permitido a los señores del capital crear nuevos engendros para
afianzar ese trabajo de enajenación ya iniciado con éxito gracias a las
refinadas trampas de la publicidad en anteriores décadas.
Han sido varias las estrategias desarrolladas
por los señores del marketing al servicio de los dueños del sistema. Cada una
de ellas tiene una forma de impacto especial en el consumidor quien resulta asaeteado
constantemente por imágenes, sonidos y juegos de colores que influyen en su
voluntad cada vez que, para satisfacer las necesidades que le han sido creadas
en la era del mercado y la informática, se conecta. Estas estrategias
evolucionan de acuerdo con los intereses y el grado de efectividad que se
precisa de ellas. De los simples anuncios o avisos que atacan al cibernauta desde
algún punto de la pantalla, los cuales pueden ser desapa- recidos temporalmente
cerrando la pestaña en que se presentan, se ha pasado a otros más avasallantes como
los insertados en los videos de los influenciadores, estas nuevas figuras farandulescas
que han aparecido como una novedosa posibilidad de entretenimiento. El influenciador,
un nuevo espécimen de la farándula que además de consagrarse como el culmen del
humorismo heredado por la sociedad postmoderna, obtiene ganancias permitiendo
que su imagen o sus vídeos sean espacios para la promoción de servicios y
productos que supuestamente satisfacen los deseos de ese individuo que frente a
la pantalla, gracias a las herramientas con que la informática ha cohesionado el
confort de la estadía en casa con los servicios del mercado y la banca, consume
contendidos y adquiere objetos, en su mayoría innecesarios, pero que por alguna
razón siente que debe aprovechar cuando, con toda las “ventajas” de la
promoción, son puestos en venta.
Esas estrategias y mecanismos, incluyendo
a los personajes usados para su ejecución, en la actualidad son prioridad para
la sociedad capitalista pues gracias a este conjunto de herramientas puede mantener
intacta la verticalidad de las relaciones que la sostienen. Esta circunstancia
da pie a la existencia de los endriagos que con el paso del tiempo se hacen necesarios
en un sistema que sabe muy bien cómo manipular los intereses de los individuos que,
gracias a las dinámicas de explotación laboral y de consumo de productos por
ellos mismos elaborados, lo mantienen. Dichos endriagos o fantasmas juegan un
papel muy importante al ser utilizados para, además de alivianar la
verticalidad del sistema generando una falsa atmósfera de horizontalidad, crear
gustos e inclinaciones con los cuales los individuos se han de identificar, así
como también servir de modelos que representen esos gustos e intereses ante una
multitud de “seguidores” que a la vez son consumidores de contenidos mediáticos
e internáuticos. Esta sociedad capitalista ha creado para cada época sus
propios personajes, sus propios fantasmas, sus propios endriagos. Y existe algo
muy notable en relación con estos; en la medida en que avanza el tiempo, esos personajes
parecen ir en línea recta apuntando hacia el fondo de la decadencia.
Es probable que no hayamos tocado
fondo todavía, pero con el influenciador, la figura chic de este tiempo,
podríamos casi asegurar que ya estamos cerca. Sus antecesores, al menos desde
una moralidad de época, mantenían un aire de respetabilidad que los asemejaba,
con algo de verosimilitud, a personajes arquetípicos. Este rasgo generaba una
disposición especial que invitaba a verlos como seres dignos de ser aclamados por
cantidades de personas que declaraban gustosas ser sus admiradores. El influenciador
por su parte es alguien que rara vez inspira admiración o respeto. Este
personaje, propio de una época caracterizada por una profunda crisis de valores,
empieza por irrespetarse a sí mismo con el propósito de ser visto por los demás
sin tener en cuenta que lo que hace, además de convertirlo en motivo de burla o
censura, lo cosifica, es decir, también lo convierte en objeto. Esto le importa
muy poco a este representante del narcisismo vacío pues lo importante para él es
que sus redes sociales se llenen de vistas, de reacciones y de comentarios que,
aunque sean insultos o reproches, viralicen su vídeo. El influenciador no tiene
admiradores; solo se admira a una persona que demuestra de manera coherente tener
cualidades superiores a las del resto de los mortales. Se admira al héroe y el
influenciador está muy lejos de serlo. Su cercanía con el bufón lo
desmitologiza hasta el punto de proyectarlo como un espécimen vulnerable, desprovisto
de rasgos que lo dignifiquen y mucho menos dignifiquen lo que hace. El influenciador,
en tal situación no puede aspirar a tener admiradores y debe contentarse con un
público a su medida; un público que responde de manera reactiva a los sinsentidos
que, con sus acciones, protagoniza; un público rebajado a la categoría de seguidores.
Es claro que, con sus características,
el influenciador no puede aspirar (parece seriamente no estar interesado en ello)
a la trascendencia como sí podían hacerlo los semidioses, los héroes y hasta algunas
de las estrellas del mundo del espectáculo. Gracias a su desinterés por
conquistar lo eterno, el influenciador se constituye en una figura más de las
que, en las décadas recientes, han representado a esta sociedad en la cual las
taras postmodernas nos han dispuesto para la excitación constante en que
vivimos. A punta de una banalidad morbosa que en todos lados es promovida se
nos ha sometido al imperio de los sentidos, haciéndonos adoradores de lo rápido,
de lo poco profundo, de lo pasajero y de lo vacuo. El influenciador parece ser
la figura culmen de esta sociedad; con su forma de actuar siempre al borde del
libertinaje, con su interés en lucir siempre llamativo para sus seguidores, con
su intento de conseguir a costa de lo que sea que estos reaccionen, con sus
expresiones desobligantes en contra de algunos valores que aun en este tiempo
podrían ser importantes, demuestra que lo que menos le interesa es arar un terreno
para el futuro; la vida es ahora y el presente es lo que le importa, y en esa
medida sus seguidores también han de ser adoradores de lo efímero. De esta
manera, el influenciador vive la vida loca; promulga una existencia sin nada
que aparentemente lo limite; muestra vivir sin barreras de respeto por sí mismo
y mucho menos o nada de respeto por los otros. De esta misma forma, invita con sus
actos y con su actitud aparentemente desafiante, a vivir a sus seguidores;
disfrutando como sea y sin medida alguna el instante.
La depreciación que ha sufrido lo
serio al ser relacionado con el aburrimiento constituye el caldo de cultivo
propicio para el supuesto éxito del influenciador. Éxito que tan solo ratifica
el triunfo del sistema en que vivimos sobre cualquier posibilidad de toma de
consciencia por parte de los individuos. El influenciador les gana a todas las
demás figuras de la farándula al convertirse en el máximo exponente de la constante
búsqueda del entretenimiento por el entretenimiento; búsqueda a que ha sido condenada
la mayoría de la población que vive pegada a las pantallas. El humorismo del
influenciador carece de límites y por eso es supremamente avasallante pues es perseguido
tanto por los que con él se divierten como por aquellos a quienes les genera el
sentimiento más irracional de todos los existentes; la rabia. Al observar
detenidamente el comportamiento de las personas en las redes, da la impresión
de que los segundos, sus perseguidores, son más atraídos por el influenciador que
los primeros, sus seguidores. En las redes sociales, la fórmula de las interacciones
no diferencia entre positividad y negatividad y parece ser que las reacciones
generadas por las emociones negativas son las que más impulsan el algoritmo y
la visibilidad del influenciador. Sus perseguidores reaccionan y comentan de
manera encarnizada. Al darse cuenta de esto, él actúa astutamente y organiza
sus contenidos para que sus perseguidores estén atentos y lo ayuden con sus
insultos y reacciones negativas a impulsar sus videos y a popularizarse. Con
este factor a su favor, es decir, usando la fuerza de sus oponentes como un buen
combatiente de artes marciales, el influenciador se ubica en el primer lugar
del podio de las figuras de este tiempo, ganándole por partida doble a los
chismosos de la farándula, a los deportistas, a los cantantes y a los modelos.
Está claro entonces que no es el
influenciador quien triunfa en este sistema que nos vende una idea muy particular
de éxito, utilizando al influenciador como en su momento utilizó a cada uno de
los endriagos que lo antecedieron. Los triunfadores son los dueños mismos del
sistema quienes han sabido jugar una vez más utilizando sus mecanismos para
crear un nuevo y peligroso objeto de entretenimiento; una figura con la que pueden
jugar a la romantización del paladín salido de la pobreza gracias a su “voluntad”
e “inteligencia” para aprovechar las herramientas tecnológicas y, claro está, “el
don” que, según sus seguidores, solo él tiene, y que, según estos también, quienes
analizamos la cuestión desde una orilla crítica, envidiamos profundamente. Entre
otros aspectos los dueños del sistema usan esta figura para atizar el caos que
tanto les conviene pues el influenciador es utilizado para mostrarle a los seguidores
que las reglas siguen existiendo para romperse y que, si se tiene fama, como
los demás personajes de la fauna del entretenimiento, esto no tendrá mayor
efecto. Con salir en los medios disculpándose y mostrando arrepentimiento es
suficiente. Esto, incluso, ayuda a aumentar el reconocimiento. En esta medida
el influenciador ha ido más lejos que sus antecesores pues es la muestra
perfecta de que cualquier ser humano por más común y corriente, puede acceder al
éxito que todo el mundo cree que se merece y que hoy día es horizontalizado,
como en algún tiempo lo hicieron los tabloides amarillistas, por las redes
sociales las cuales constituyen la puerta de acceso a la posibilidad de la viralización
de la imagen, idea con la que hoy día tanto nos seducen y nos entretienen.
Los dueños del sistema siguen triunfando al coptar la voluntad de las mayorías y en el fenómeno del influenciador han encontrado una de las maneras más efectivas de todos los tiempos. Este individuo común y corriente venido a más gracias a una herramienta que tenemos a la mano se convierte en la mejor invitación para que todos lo intentemos. Es difícil creer que la gran parte de los millones de ciudadanos del mundo, integrados al sistema por medio de la internet, no tengan al menos un perfil en una red social. Existen personas que han creado perfiles en todas o en la mayoría de las existentes. A lo largo del día invierten tiempo colgando fotos, vídeos y estados para generar reacciones en los otros, esperando en algún momento que su publicación se viralice. A este tiempo se le suma el tiempo de recorrido por la bandeja de inicio de cada red revisando lo que postean sus contactos, entreteniéndose con los comentarios de publicaciones que les interesan, comentando o respondiendo y dando sus respectivas reacciones mientras esperan a que se activen sus notificaciones anunciándoles el gran momento. La mayoría de ellas no están informadas acerca de cómo funcionan en realidad las redes y todo lo que quienes conocen su andamiaje hacen para que ocurra la epifanía de la estrella influenciadora que estará vigente por algún tiempo. Pero es este desconocimiento, azuzado por la necesidad de ser vistos que se nos ha enraizado gracias al narcisismo postmoderno e incitado hasta la excitación neurótica a causa del “éxito” que otros consiguen recurriendo a eventos extremos e incluso patéticos lo que en parte nos hace insistir, invirtiendo el tiempo que podríamos aprovechar para estar con los otros, para acercarnos a la naturaleza o para disfrutar de esa soledad íntima a la que tanto le tememos, en una persecución ansiosa de lo que el sistema ha querido que creamos que en realidad es la vida y que ahora entraña una idea falaz muy bien reforzada gracias a la aparición del influenciador y su efecto.
Jesús David Buelvas Pedroza
*La palabra "influencer" es usada solo en el título por efectos comunicativos. En el resto del texto se usa su equivalente en castellano "influenciador".
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