
En Fundación de Isaac Asimov, Hary Seldon afirma que
para cambiar la tendencia psicohistórica del mundo es preciso una gran inercia
que detenga la tendencia en que se está viviendo. En este momento, en este
mundo que al parecer no es el de la ciencia ficción, la pandemia del covid-19 podría
representar esa inercia. A causa de dicha enfermedad se han paralizado muchos de
los aspectos y dinámicas de la vida tal como la conocemos, es decir, tal como
ha sido direccionada por las élites del mundo capitalista y de consumo. Para
alguien que tenga un mínimo de raciocinio y pensamiento crítico, no es ajeno
que en las últimas décadas (cuatro o cinco) hemos estado a merced de la
voluntad de los gremios y las corporaciones que respaldan las plutocracias que
nos gobiernan. Gracias a la publicidad y a los medios masivos de comunicación,
los tentáculos principales de este poder tras bambalinas, nos ha sido inoculado
el mayor nivel de estupidez y alienación del que tal vez haya sido víctima la
humanidad a lo largo de su historia. Ni siquiera el pretexto de la religión fue
tan eficaz durante la Edad Media como sí lo han sido la sirena del consumo y
los medios para hacernos creer que hoy día no se puede vivir de una manera diferente
a como las leyes del mercado lo dictan. Nos encontramos en un mundo configurado
para la ostentación por parte de unos cuantos y para el constante anhelar de
los muchos que viven en la incertidumbre generada por la amenaza latente de la
pobreza y la miseria. Mientras las pantallas normalizan la idea de que nuestros
ídolos de barro tienen todos los derechos del mundo, pues ellos “se la han
luchado duro” nosotros, la masa, debemos contentarnos con mirarlos, aplaudirlos
y servir como esclavos para que sus privilegios y sus mezquinos deseos se sigan
cumpliendo. A cambio, debemos recibir, con mucho regocijo o con mucha
resignación (dependiendo de la vía y el nivel de alienación), las migajas que
se nos suministran cuando acudimos a los simulacros de la virtualidad, a nuestros
gloriosos vitrineos por los centros comerciales, o cuando eufóricos, asistimos a
los rituales de la gran religión del espectáculo.
Al inicio de la alarma pandémica, cuando el coronavirus
ya había viajado por el mundo y cuando, gracias a la “imposibilidad” de cerrar las
fronteras y los aeropuertos, este ya se había instalado en las principales ciudades
de cada continente, los más optimistas, entre ellos yo, pensábamos que las sacudidas
generadas por la enfermedad a nivel económico, político y de salubridad serían
suficientes para propiciar un cambio de mentalidad en la gente. Pasado unos
meses me aventuro a decir que el asunto no es como nos lo habíamos imaginado. Parece
ser que la amenaza del contagio masivo no resulta suficiente para que la gran
mayoría de los seres humanos asuma que es preciso cambiar de estilo de vida y
así poder pensar en la conservación de nuestra especie sobre la faz del planeta.
A veces pienso, que a mucha gente la ha excitado la idea de sentirse en una
situación extrema; como si una descarga de adrenalina se hubiera disparado a nivel
colectivo y nadie experimentara el más mínimo miedo de sentirse expuesto. Al
inicio de la aparición del covid-19, gran parte de la gente, a pesar de las
dificultades económicas y sociales que se sabía había que enfrentar, se notaba
dispuesta a acatar las indicaciones dadas por algunos gobiernos para evitar al máximo
la propagación del contagio. Eso auguraba la posibilidad de que la curva pandémica
se aplanara y el asunto no nos tocara tan fuerte. Pero han pasado los días y
con ello una especie de euforia suicida se ha apoderado de la gente. Una
euforia que se traduce en el desborde de millares de personas en muchas partes
del mundo deseando volver a las costumbres de siempre, a la “normalidad” tan
nombrada a cada rato por comunicadores y gobernantes. La gente insiste en salir
a la calle incum-pliendo las directrices dadas para la cuarentena sin siquiera importarle
las multas que se acumulan como deudas que nunca serán pagadas; sin siquiera
haber pensado una excusa creíble para esgrimir en el momento de ser abordados por los periodistas o las autoridades;
en grupo, salen a mercar para terminar armando las trifulcas de siempre; de
manera furtiva asisten a marchas y cacerolazos convocados para protestar por diversos
e insólitos motivos, a funerales masivos, a paseos, a fiestas clandestinas en
casas, fincas o barcos que son alquilados o prestados para ello. Los
empresarios por un lado presionan para que sean reactivados los diversos campos
de la economía que van desde los considerados esenciales hasta los espectáculos
musicales y deportivos. Por el otro; trabajadores, hinchas y fans los apoyan ansiosos
de que se reactive su “circo”. Tanto a gente del común como a personajes de la
farándula como a gobernantes se les ha visto y grabado en diversas situaciones,
infringiendo las reglas que ellos mismos habían propuesto. Ante esta actitud
que día con día es más reiterativa y desafiante con la vida misma, cabe
preguntarse por las causas de fondo de tal comportamiento. ¿Cómo nos explicamos
esto? ¿Por qué oculta razón la gente se muestra tan reacia a comprender que la
circunstancia esencial es hacer todo lo posible para mantenernos a salvo, para
darnos la posibilidad de seguir viviendo y poder disfrutar de la vida más adelante,
con un poco más de seguridad y con más tiempo? ¿Acaso han sido tan efectivos
los mecanismos y procesos ejecutados por el capitalismo y la sociedad de
consumo que nuestra alienación nos ha convertido en seres tan insensatos empecinados
únicamente en vivir el momento?
Como pasa con toda pregunta, para estas tampoco existen
respuestas definitivas. Por ello, me aventuraré como ser humano, con todos mis
sesgos y limitaciones, a intentar mis muy personales respuestas. Algunas teorías
conspirativas hablan de una posible vacuna que desembocaría en la instalación
de un chip en cada individuo de la población mundial con el fin de vigilar y
controlar a cada sujeto. A pesar de los altos niveles de paranoia que en ocasiones
manejo, esta idea me resulta hilarante. Creer esto es pensar que no estamos
vigilados, que no somos un rebaño cuya autonomía ha sido anulada y cuyo
pensamiento es direccionado para que respondamos a los estímulos de la sociedad
de consumo en la que estamos inmersos. Habría que leer bien a Foucault para comprender
cómo desde mucho antes de la mitad del siglo XX se había configurado una
sociedad disciplinada basada en la vigilancia y el castigo. Las corporaciones
no necesitan hacer algo que ya está hecho. Y evidencia de ello es la manera en
que hemos respondido a la situación inédita en que nos encontramos, situación
que amerita autocontrol por parte de cada uno de nosotros para no desembocar en
los traumas psicológicos que al pasar de una supuesta libertad a una situación
de encierro se generan. Desde esta perspectiva es preciso pensar en la manera
en que para que no nos subordinemos y cumplamos a la vez el papel de
consumidores al que se nos ha destinado (sostengo que la insubordinación de la
sociedad civil en estos días es mera apariencia), las corporaciones han hecho
un trabajo de convencimiento excelente por medio de las herramientas que muy
cuidadosamente han diseñado gracias a la técnica, a la tecnología y a la
ciencia. Somos el producto de un experimento socioeconómico y psicológico en el
que se nos ha programado para obedecer creyendo muchas veces que desobedecemos
o simplemente para seguir las reglas dictadas por el sistema sin que nos demos
cuenta. Y lo peor es que tal obediencia ciega es la que en este momento nos está
empujando hacia el precipicio al que tal vez los dueños del mundo, a los que nada
importamos, nos están mandando sin que opongamos la más mínima resistencia. Nos
programaron para el consumo, para el espectáculo, para trabajar de manera
mecánica convencidos de una idea de productividad que solo es rentable para los
dueños de las empresas. Esa programación, a mi modo de ver es la que explica en
gran parte lo que en este punto de la pandemia está ocurriendo. El mundo
productivista se mueve sobre la máxima “la economía no se puede parar”. Y somos
nosotros quienes alimentamos la incesante máquina de ese mundo imparable; somos
nosotros quienes cumplimos el doble papel de trabajadores y consumidores; los
engranajes inicial y final del productivismo de la sociedad mercantilizada, y
como todo engranaje, reemplazable cuando deje de funcionar. No son los dueños
de las empresas los que quieren salir a la calle. Ellos se quedarán tranquilos
en sus penthouse, en sus chalets, en sus casas de campo, mientras sus
trabajadores y administradores (los engranajes) regresamos a la calle para desafiar
de manera voluntaria la enfermedad y engordar las utilidades de sus cuentas.
Este mundo pandémico está profundamente sometido desde
hace décadas por las ideas productivista y consumista. Los medios de comunicación
y la publicidad han adiestrado a cabalidad este rebaño. Hemos sido amaestrados
tan efectivamente que, en este momento, hordas de hombres, mujeres y niños
desean de manera ferviente la suspensión o la flexibilización de las medidas de
confinamiento para volver a la “normalidad” del consumo y el espectáculo como
si se regresara a una gran fiesta. En algunas partes del mundo, tal deseo de la
población ya se está convirtiendo en exigencia y muchos dirigentes, que seguro
se lavarán las manos ante la historia, usarán este deseo y estas presiones del
pueblo para pagarle a los dueños de las corporaciones el favor de haberlos
puesto en sus escaños políticos. Visto así, los medios jugarán su papel con mayor
facilidad, mostrando cómo los ciudadanos del mundo, los engranajes desechables
del sistema, están pidiendo por ellos mismos ser enviados al matadero. Todo está
funcionando al dedillo para quienes, aunque tal vez no lo planearon, buscarán
sacarle provecho a esta situación por ser los dueños no solo los poderes económico
y político sino también de la voluntad de la gente. El nivel de enajenación al
que nos sometieron usando los mecanismos del consumo promovidos por el
neoliberalismo es tal vez la razón más fuerte de nuestra muy cercana perdición.
Es tal el grado de obnubilación de nuestra sociedad que, a pesar de que de forma
demagógica algunos líderes anuncian la necesidad de empezar a vivir de otra
manera, la gran mayoría no entiende eso y reclama una vuelta rápida a la tan
anhelada “normalidad”. Los medios, la publicidad y sus agentes están jugando su
papel, impidiendo la caída del discurso de las compras, de la farándula y el espectáculo
deportivo. No se juega futbol, pero hay transmisión de partidos ya jugados, no
hay conciertos en los escenarios, pero los cantantes y sus managers no dejan de
anunciar videoclips y canciones de estreno, los anuncios impiden pensar a la
gente, evitando que las personas hagan ejercicios de introspección para buscarse
a sí mismos, o al menos piensen en visitar el campo para reconectarse con la
naturaleza. Juegan su papel de siempre, manteniendo viva la ansiedad del consumo
y los viciados deseos que al capitalismo le sirven. Con un buen discurso demagógico,
hablan de un cambio de vida para superar la pandemia, pero azotan el subconsciente
del ser humano con la publicidad de productos en rebaja y las diversas formas
de adquirirlos para mantener vivo el comercio. Frente a este poderoso artilugio
con el que nos han disparado desde hace años, no existe una posibilidad de
reacción eficaz y rápida por parte del individuo alelado y sin capacidad
crítica. Estamos a merced de lo que los dueños de este monstruoso mecanismo
quieran hacer con nosotros, y lo que a ellos solo les interesa (de eso podemos
estar seguros) es que sigamos siendo las piezas sacrificables de este sistema.
Me pregunto ¿Dónde parará todo esto? Creo; en la verdadera
gran inercia, según lo planteado por Hary Seldon, pero ya no para un mundo de
ciencia ficción sino para este en que vivimos y que parece, aunque de pesadilla,
ser el real. No me interesa posar de profeta nihilista ni de futurólogo apocalíptico;
pero lo que analizo a partir de la actitud de la gente en este contexto de pandemia
no me deja pensar sino en la hecatombe que muchos conspirólogos auguran cuando afirman
que este virus ha sido creado para acabar con más de la mitad de la población
mundial. Al parecer, la amenaza no basta para que una masa alienada realice la
catarsis que genere el cambio como solía ocurrir con los espectadores de la
antigua tragedia griega. El nivel de sadomasoquismo al que hemos sido llevados en
la actualidad es tal, que, al parecer, necesitaremos experimentar el sacrificio
en carne propia (ver sangre) para podernos concienciar. En realidad, muy en
contra de lo que dicen los gobiernos y sus dueños, quienes han acallado las voces
de algunos científicos que han querido actuar con honestidad, pienso que
todavía el mundo no está preparado para retomar sus dinámicas de por si
lesivas, pues el virus, con el que ya nos advirtieron que tendríamos que
convivir, está latente, vivito y coronando. Un porcentaje muy mínimo de la
gente en el mundo es disciplinado y sabe seguir reglas de manera puntual y sostenida.
Entre ellos estará gran parte de quienes se salven. El resto, millonadas, es propenso
a eso que ahora llaman indisciplina social, cuyas causas principales radican tanto
en la falta de formación como en la carencia de recursos económicos llamada
coloquialmente necesidad. Dos factores que tienen severas consecuencias en la conducta
de la gente que ante lo que le parece absurdo, reacciona con la violencia más
primaria que el ser humano pueda expresar y que se traduce, casi siempre, en el
desconocimiento de cualquier autoridad. Esta indisciplina social, innegablemente,
contribuirá para que se dé esa gran fatalidad que, de manera paradójica, podría
conducirnos desde el más profundo fondo de la crisis por ella ocasionada, hasta
la toma de consciencia necesaria para que quienes sobrevivan se propongan asumir
la existencia de otra manera, buscando, quizá, como estirpe condenada, tener
sobre la faz de la Tierra una segunda oportunidad.
Jesús David Buelvas Pedroza